miércoles, 24 de julio de 2013

Como él no hay dos

Cuento esta historia con la única intención de que  quienes me leen sepan que si nos colocamos en la posición correcta es posible ayudar  a un ser humano a ser una mejor persona.

Cuando lo conocí tenía una idea  y una descripción de que era una persona agresiva y peligrosa, capaz de causar el peor de los daños que puede recibir un ser: el atentado contra su vida, igual si es humano o de otra de las especies de la naturaleza, porque a veces siento que los atentados son malos si su blanco somos nosotros. Ese hecho creó cierta barrera para mi acercamiento a ese engendro de Dios, que por demás es especial. No tardó  mucho tiempo en dar una señal de que era posible convertirlo en una persona maravillosa. Quienes lo describían como agresivo, malo y dañino, eran los mismos que lo utilizaban  en distintos quehaceres domésticos, a manera de explotación por su condición de “especial”. Él, con una inteligencia natural, superior a la que le confieren sus vecinos y allegados, cobraba de alguna manera la labor rendida, no importa, en su lógica, el valor del importe. Es así como se produce el primer contacto  o acercamiento: él respondió al llamado  de un vecino más para brindarle el servicio que a lo largo de su vida ha ofrecido en su barrio. Un día carga el agua, otro, los víveres, otro va al colmado a comprar el café o las toallas sanitarias, otro  asea las viviendas, otro paga la luz, otro juega la quiniela, otro pela los víveres para la cena, otro bota la basura. En fin el día que está dichoso realiza las 250 tareas diferentes que hace una mujer en los quehaceres domésticos. No hay una tarea doméstica que él no realice, al menos, una vez a la semana en, por lo menos, diez familias.

Las horas del día están bien distribuidas  y ocupadas. A las seis de la mañana recoge las principales noticias para el día, no importa si se murió un cristiano  o si se trata de un lío en el PRD. Él se da cuenta y se lo informa a todos según la hora de oficio, de llegada y del  interés del tema. A las siete de la mañana hace su primera jornada laboral: lava el piso, busca el agua, si no hay en la llave doméstica, y prepara los condimentos que luego serán utilizados para cocinar el almuerzo. Mantiene el celular encendido  porque a las ocho timbrará para abrir el portón, que él considera su empleo y por el que está dispuesto a librar una batalla a muerte en su defensa y cualquiera que  atente contra él, el empleo,  es considerado su enemigo a muerte, al que si lo considera débil ataca y si es un jubilado de las fuerzas de seguridad del Estado se une él para neutralizarlo y derrotarlo con su propia fuerza. Por la cercanía y la compasión que siente por los adultos mayores  se queda por los predios del portón  ayudando a cualquier anciana desamparada a cambio  de otra tacita de café para completar  la dosis de la mañana que inicia en el patio de una figura de la vida  pública. A las diez está de regreso a casa para cumplir con su responsabilidad  familiar y chuparse uno que otro caramelo, no sin antes hacer un recuento de la mañana y secarse el sudor de las faenas anteriores, ya que recorrerá las habitaciones de la vivienda familiar con un cubo de agua y un lienzo mojado. Eso no lo considera un trabajo porque para él es su deber “ayudar a su madre en la casa”. Luego da una vueltecita a su segunda morada para percatarse de cómo va “la cosa”. Regresa a casa, se baña, se pone unas sandalias que considera atractivas y regresa para el almuerzo con su familia adoptiva. Almuerza, lava los platos, la estufa y se despide: “nos vemos a las cinco para pelar los víveres”, aunque a decir verdad ese no es un plazo fatal porque si se produce un acontecimiento importante o de interés, según su lógica, que suele ser igual a la más lógica de las lógicas, regresa a informar a sus enllaves.

Por  la tarde  responde a la llamada  de una vecina para tareas ordinarias y de paso se echa una tacita de café, unos que otros centavos o refuerza alguna esquinita que haya quedado floja a la una. Las cuatro de las tardes es una hora para mirar hacia el Este, para ver qué vientos soplan  y qué trae de nueva la virgen de septiembre. Se acerca la hora de la cena y hay que regresar a pelar los víveres. Se escucha uno que otro carajo en la cocina porque “peló” poco de esto y mucho de aquello. Responde: “esa mujer pelea por tó”. “Deme lo que voy a pelar”, dice. Esa fue una solución magistral porque él aprendió a contar cuántos guineos, cuántos plátanos, cuántos rulos, cuántas papas, cuántas yucas,  cuántos ñames arreglar para la cena familiar. Ahora solo hace falta que lo escriba y ese es el próximo paso de acuerdo a la teoría de la  escuela freiriana para la alfabetización de los adultos.

Mientras llega la hora de la cena, es ocasión para recoger los acontecimientos del día, no importa si sucedió en el domino, en el parque o en el vecino. Algo habrá de noticia para compartir en la cena, que puede ser desde las ocho hasta las once de la noche, dependiendo del interés del día. A esa hora se prepara para el regreso a casa, no sin antes lavar los platos de la cena porque todo es posible fuera de casa, menos la dormida, y si alguna vez la noche no le ha alcanzado para regresar a casa usted puede afirmar que no ha habido dormida. Y si alguien me preguntara alguna vez quién es, le contesto a viva voz: Miyagui, como él no hay dos, porque con él se dan todas las posibilidades y todas las dimensiones que tiene el ser humano. Y si nos colocamos  en la posición correcta, Miyagui nos ayuda a comprender que siempre es posible aportar  para que los otros sean mejores personas, dándoles la oportunidad que es lo único que necesitan, un espacio para desarrollarse, para ser ellos, para dar lo que pueden dar, a veces dan más de lo que la gente supone que ellos pueden dar.


En tu familia, en tu sector, a tu lado, hay una persona especial, búscala y dale una oportunidad, sin condena previa, apóyalo/ la en su situación  y verás que ambos se sentirán ser una mejor persona porque como tú y él no hay dos. Siempre es posible explorar  las posibilidades como dice mi maestra Montenegro.

miércoles, 3 de julio de 2013

Así lo veo yo.

      Uno de mis cercanos fue sorprendido en la escuela con un "chivo" por el profesor  que lo examinaba. Al día siguiente el colega me mandó a buscar y me preguntó: "¿qué hago?" Mi respuesta tenía que ser esta: bueno, si yo sorprendo a un cercano suyo con un"chivo" tendrá que esperar el próximo examen para aprobar esa asignatura, porque quién ha dicho que los cercanos de los profesores no pueden reprobar una asignatura y el frude no debería discriminar infractores. Si esa es una regla no escrita es la peor de la corrupción y de los tráficos de influencia porque la materia prima traficada es el conocimiento. Imagínese que ese estudiante que no tiene el perfil mínimo requerido se acostumbre a que lo "ayuden" y elija por profesión medicina, arquitectura, ingeniería civil, que son profesiones en las que los errores pueden costar vidas y que por el azar de la vida el "generoso" profesor llegue a la  emergencia de un hospital con una apendicitis, cuya única alternativa sea la cirugía practicada por su ex alumno. Supongo que, si el dolor se lo permite, recodará el desempeño de ese profesional cuando era su alumno y la cuestionante  obligada de la conciencia debe ser: ¿Y será igual como médico? Naturalmente no es ocasión para pensar. Yo solo diría: díganle a mi familia que los quiero mucho y cuchilla.
      Pero el tráfico de influencia y la falta de respeto a los derechos ajenos parece que es una práctica que todos aceptan porque las personas hacen galas de sus enllaves institucionales  y hasta  llaman tonto al que piensa diferente. Cada mes cobro fuera de fecha por no soportar ni buscar las influencias de otros en los bancos. Solo  quiero que se respete mi turno en el "orden" establecido y si alguien se beneficia de él  que sea  porque yo se lo haya cedido. Es irritante pasarse dos horas en una fila esperando tu turno y ver que llega un pegado y de pronto está frente a un cajero.
       Cuando de justicia se trata soy más drástico en mis posiciones. No medio con autoridades judiciales por dos razones simples: si la persona es inocente lo van a liberar porque el único que no miente es el que dice la verdad; y si es culpable yo no lo voy a defender, así sea mi madre o una de mis hijas.
         Es difícil ser como soy, pocos lo aceptan y entienden. Esa es la realidad de la República Dominicana y será así por mucho tiempo. Pero como yo no la podré cambiar a ella, tampoco le permitiré que ella me cambie a mí. 
      Estoy convencido de que necesitamos más instituciones y menos pegados, o lo que es lo mismo: instituciones en  las que todo el mundo esté "pegao".
     ¡Ustedes se imaginan una RD en la que un ministro acude a una consulta médica al mismo centro de salud que acuden los ciudadanos comunes de su sector y éste se siente a esperar su turno según el número de orden! Por favor, no crean que intento parecerme a Alonso Quijano, solo aspiro, y eso, sencillamente, no cuesta.