miércoles, 6 de diciembre de 2017

Y son reales

Cuando Gabriel García Márquez escribió Ojos de perro azul no pensó que yo conocería a una morena con los ojos de su cuento. Fue en el 2002 cuando asistí a una capacitación sobre género en un hotel de Barahona, impartido por la escritora Ángela Hernández.
Fue un día de sorpresas, al medio día coincidí en el almuerzo con Jacinto Peynado, no lo conocía, pero una experiencia en una de sus empresas me hizo admirarlo. En el 1996, junto a otros compañeros de trabajo, acudí a darle mantenimiento a un vehículo que había comprado la parroquia Santa Teresa, nos atendió su padre, Don Enrique Peynado, a mí en particular me enseño una reliquia, el carro de Trujillo. Algo raro hizo que el anciano me tomara confianza y me conto esta historia: en la campaña presidencial de su hijo, Jacinto Peynado, tuvo que viajar a Estados Unidos a actividades de promoción de su candidatura, dejo a cargo de él y dos hijos esa empresa, la hembra trabajo con regularidad pero el varón no asistió a sus labores, cuando regreso le pago a todos menos al que no trabajo.
Luego del almuerzo tuve la oportunidad de abordarlo en el restaurante y me atendió como todo un caballero, me identifique y le explique la razón de mi admiración y se sorprendió.
¿Quién te dijo eso?-me pregunto-
No quería decirle pero él completo:
-“Eso solo pudo decírtelo mi padre y el no habla con nadie y menos cosas de familias con un desconocido”
Quise terminar la conversación ahí, pero él se acerco y me dijo: “el viejo te dio una buena razón para que me apoyes, así manejare los recursos del Estado”.
Mi respuesta lo despidió: soy un peledeista que lo admira.
La hora del desayuno fue mi gran momento, ella llego con dos jarras, café, leche, café con leche, leche con café, otra cosa, pregunto la morena, estaba distraído hablando con mi compadre. El pidió de todo, a lo que respondí que eso era lo único que ella no podía servirnos. Sonrió y me miro de una forma que jamás he podido olvidar porque vi los ojos de una joven madre de unos 18 años de edad, dignos de un Picasso. No pude evitar preguntarle que si eran de ella. Sonrió, sabía que me refería a sus ojos, supongo que estaba jarta de escuchar esa pregunta.
-No, son suyos –me respondió-
Un saboriao de Hato Viejo no se queda con esa. ¡Ah, me los regalas! –le respondí-
Recibí una respuesta digna: “yo aquí solo trabajo, no ando buscando nada mas, pero si usted tiene dudas de mis ojos lo invito a mi casa mañana, que es mi día libre, para que vea los ojos de mi hija de dos años, son mas lindos que los míos”.
Yo no tenía celular con cámara ni sin cámara, apenas hace un año que tengo un celular bruto. Ni aquí ni en Bánica había cobertura abierta para móviles, quienes tenían uno se comunicaban en lugares específicos, algunas veces tan altos como el techo de una casa o encaramados en una mata de cocos. Por esa razón no hice una foto y me confié en que iría a su casa en el tiempo libre. Era jueves, comenzó a llover desde que amaneció, cuando pude ir eran las siete de la noche, invite a mi compadre y no quiso ir porque se sintió ridiculizado por mí y me dijo, además, que se dio cuenta de que ella no estaba en él. Creo que no le di chance, pero le dije que ella tampoco estaba en mi y que tenía unos ojos que inspiraban al más insensible ante la belleza natural. No volví a verla jamás porque no la visite, quienes conocían el lugar me advirtieron que era peligroso por la noche. Era una morena con unos ojos tan lindos que cualquier descripción que yo haga de ellos será limitada. A Neruda, Rubén Darío, Bécquer, Machado, a todos les habría disparado la pluma, a mí solo me disparo la curiosidad, por decisión o por ocupación.

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