El tema de la cobertura y la baja
calidad de la educación dominicana es recurrente en los medios de opinión
diaria. Con frecuencia se habla de la baja inversión del Estado, la carencia de
medios, la no actualización y estandarización del currículo, las deficiencias académicas
de los docentes, la brecha digital, el bajo perfil del producto, las escasas
potencialidades y discapacidad intelectual de los docentes, y se dice que el quehacer
educativo en los últimos tiempos ha sido
reservado para adultos cansados o rechazados de otras aéreas profesionales. Sin
embargo, ayer, en la Peña, entre cantos,
piedras y precipicios, tuve una esperanza. Escuché a un joven profesional decir:” Yo los
acompaño a vacunar porque esa es mi responsabilidad, aquí todos me respetan
porque vivo con ellos y los acompaño en su actividad”. Continúa diciendo:”Lo que me paga educación no es una
excusa para que yo no haga mi trabajo.”
Ese joven viene de una
experiencia única: ser maestro en Francisco José, un paraíso de la naturaleza,
al que solo se puede llegar por el medio de transporte más antiguo que conoce
el hombre y en el que habitan seres humanos vírgenes a la magia de la luz, el
cine, los autos, los helados, el lápiz y la hoja rayada y viven ajenos a la
sabiduría de Hipócrates. A ellos acuden unos pocos, algunos para santiguarlos
en nombre de Jesús y otros para engañarlos con promesas de “completar la obra de Dios si les dan una
oportunidad en las urnas”.
La actitud de Luis constituye
para mí una esperanza por su sentido de responsabilidad social con una población excluida de todo, menos de
la belleza de la naturaleza. No obstante ser una especie en extinción, los
profesionales con actitud de entrega y cooperación hacen que la situación
deprimente de las comunidades apartadas sea vista con optimismo por los actores
sociales que intervienen en ese territorio.
En la Cordillera Central debe
producirse un equilibrio y una convivencia armónica entre la vida humana y los
recursos naturales, pero ello no es posible si no se mejoran las condiciones
materiales en que transcurre la vida de los habitantes
de las más de 900 familias que viven en
unas 30 comunidades en el interior de la que es la “madre de las
aguas” de la Isla.
La cobertura de salud, educación
y los programas sociales debe ser garantizada. Sería ideal constituir una UNAP
móvil o itinerante, con los recursos, equipos y medios de transporte
adecuados para ofrecer a esas
poblaciones los servicios básicos de salud establecidos por ley. En ese sentido
sería interesante hacer un acuerdo con la Iglesia Católica que es la
institución que más ha invertido en el desarrollo de esas comunidades, en el
que se establezca que dentro de las
religiosas que envían las congregaciones, algunas sean enfermeras para que,
junto a los promotores comunitarios, funcionen como extensionistas de los programas de salud,
debido a que son las religiosas las únicas personas que visitan con regularidad
a esas familias. Otra alternativa sería darles
formación técnica en salud a los profesores de las 20 escuelas enclavadas en la
Cordillera Central para que estos sirvan de apoyo a las actividades del MSP en
sus respectivas comunidades. Esto se podría hacer con acuerdos locales o institucionales desde los ministerios.
Así hay una esperanza de que los
seres humanos que habitan la Cordillera
Central tengan vida y la tengan en convivencia armónica con Dios y con los
recursos naturales y ojalá que vuelvan las faldas verdes que cubren las montañas y los cerros pintados
de arco iris y que el sudor de las
cañadas vuelva a correr cristalino, abundante y puro para que llegue a las
ciudades y les dé vida.
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