Trifilio era un intelectual pintoresco de la Sierrecita,
nacido en la dictadura de Trujillo. Temprano abandonó la escuela para educarse.
Aprendió cultura, historia, música, arte y, como era de esperarse, aprendió en
las mismas entrañas de la naturaleza, todo lo relativo a la flora, la fauna,
los bosques, minería y agua, yendo con su madre al río Artibonito.
A medidas que crecía sus curiosidades aumentaban; ya a los
quince años de edad había emigrado a la ciudad porque en la Sierrecita “no
tenía con quién hablar”.
En la ciudad se involucró en todo tipo de grupos sociales,
sin importar la naturaleza de estos: revolucionarios, constitucionalistas,
políticos, gremiales, reivindicativos, y hasta patrióticos. Pronto fue ganando
fama de figura pública y de intelectual provinciano, sin perjuicio de sus
ensayos vocalísticos. Dicen que Sandro le quedaba chiquito cuando él aceitaba
la garganta.
Desarrolló varias facetas
y capacidades en el arte, la cultura, y en la política. Quizás estuvo
más cerca del reptil de Isabel Allende que del insecto de Kafka. Pese a ello ha
dejado un legado incuestionable a su generación y a todas las generaciones por
venir. Todos acudían a él por distintos motivos porque era un referente
obligado en su pueblo, sin importar la cuestión todos creían que él tenía la
respuesta a sus preguntas.
En uno de esos encuentros que se gestan por el azar se
acercó a un ciudadano para exponerle sus proyectos futuros, como de costumbre
lo hacía con cada tarea que iba a emprender. Parecían confesiones y despedidas
como para si algo pasara quedara un testigo. El ciudadano reaccionó sorprendido
y a la vez agradecido por la confianza que depositó en él Trifilio. Ambos
tenían en común la preocupación social e
intelectual y diferían en aspectos ideológicos de forma y de fondo.
Uno de los temas que más a profundidad tocaron fue la
realidad socio económica de la provincia. Cómo es posible que hoy día tengamos
una población con 4.6 años promedio de escolaridad, 74.6 % de los hogares son
pobres, el 42.3% de las familias no tiene ni para comer, se preguntó el
ciudadano, a lo que Trifilio asintió con la cabeza y completó diciendo:
“hermano, usted me está dando datos como para que yo escriba un libro”.
La conversación siguió su curso en espera del inicio del
cumpleaños de un ilustre de la comunidad. Crecía la empatía y disminuían las
contradicciones en el plano intelectual. En el ideológico no hay punto medio: o
se es liberal o se es conservador o no se es ninguno de los dos. Estos últimos
son parte de los errores de Dios.
De repente se produjo un anuncio en el evento de la
coincidencia: “solo esperamos a Jandita para empezar el cumpleaños”, dijo la
anfitriona, Mechy. Trifilio le susurró al ciudadano que empezará la
celebración, no el cumpleaños porque a esa hora este estaba finalizando y de
inmediato lo sorprendió con esta
petición: “Quiero que digas unas palabras en mi funeral”.
El ciudadano palideció por la petición. Por su mente pasó
cualquier cantidad de pensamientos antes de responderle a Trifilio. Este hombre
se está muriendo vivo, pensó. Sabía que tenía que tomar una decisión y dar una
respuesta al respecto, pero no sabía si aceptar o no. Solo se le ocurrió ir al
vehículo, buscar su agenda y un lapicero y pedirle a Trifilio que le escriba
eso en la fecha del día, como si el cumpleaños de su maestro no bastaba.
En silencio, tomó la agenda y el lapicero y le hizo la
petición por escrito al ciudadano. Ni Trifilio ni el ciudadano recordaron a
Juan Ruiz de Alarcón en “Las paredes oyen”, porque otro participante en el
cumpleaños había escuchado todo lo que
ambos habían dicho, pero no opinó. Lo que jamás imaginó el ciudadano fue que el vecino era quién tenía la encomienda de
conducir los actos del funeral cuando Trifilio respire por última vez, a
petición de su esposa Reyita.
A partir de esa noche
había cierta suspicacia del Científico cuando se encontraba con el
ciudadano, sin que el último advirtiera la razón. No sabía que el Científico
había escuchado la conversación ni que
tenía todo preparado. Se reía a carcajada como alguien que guarda un
secreto y se burla de los involucrados. Hacia cualquier esfuerzo para coincidir
con el ciudadano para, de alguna manera, intrigarlo, hasta que una tarde de
marzo se acerca y le dice:” usted dizque hablará en el funeral de Trifilio”.
El ciudadano solo atinó a decir: “Trifilio anda hablando
eso”.
No, respondió el Científico.
Ahí se inició una conversación larga sobre asuntos de
política, como termina todo en dominicana. Luego el Científico se despidió: “prepárese para el
funeral”, dijo.
La sentencia de muerte de Trifilio agitó el corazón del
ciudadano y brotaron gotas de sudor de su frente porque perdería a un amigo y
con ello tendría que hablar por primera vez en un entierro.
Apenas terminó la misa del jueves santo y ya las lonas
estaban puestas en la casa de Reyita. Todos decían en el pueblo: ha muerto el
marido de Reyita.
El viernes santo por la tarde acudimos todos al más grande
de los funerales. La procesión comenzó en el parque y, luego de visitar a cada
familia del pueblo, como el difunto lo había pedido, terminó en la iglesia.
Ahora, como de costumbre, daremos sepultura cristiana a
Trifilio, dijo el sacerdote, para terminar el ceremonial. Trifilito, como le
decían sus cercanos, fue un hombre sabio, bueno, que este pueblo no supo
aprovechar, terminó diciendo el padre que vino de su país a la muerte de su
compinche en las luchas provinciales.
Camino al cementerio iban 20 personas con sacos y corbatas
de todos los colores. Eran notorios los vestidos de blanco y de morado.
Cuando entraron al cementerio no llevaron al difunto donde
el varón; pasaron derecho con él para su morada final. Cuatro hombres sostenían
el ataúd con un lienzo en los extremos, hasta localizar el lugar que a todo
mortal espera para el final de los días que ha vivido en esta tierra. Estamos
aquí acompañando a la familia Bergonia Urrutia en su dolor, dijo el Científico,
antes de introducir el discurso final del entierro. Para terminar, dijo,
escuchemos ahora unas palabras que serán
dirigidas a los concurrentes en memoria de Trifilio.
No pasaron tres segundos cuando 20 personas pidieron a los
asistentes que les permitieran pasar para ponerse alrededor del ataúd.
Diecinueve hombres trajeados y un ciudadano informal sacaron al mismo tiempo un
discurso escrito. Todos leyeron y terminaron
al mismo tiempo la lectura de lo que cada uno por separado había escrito en memoria del difunto, con una
sola coincidencia: Amén.
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