martes, 20 de octubre de 2020

Ha muerto

 


Jamás pensé que iba a morir. Y no solo murió ella.

Cuando era un adolescente caminaba unos cinco kilómetros sin recibir el impacto de los rayos del sol. El día que me tocaba arar la tierra, destoconar, sembrar el maní, la yuca, la batata, los guandules y el maíz, no tenía que buscar rutas alternativas para evitar el sol porque a las seis de la mañana ya estaba fajao en el conuco; pero cuando tenía que darles agua a los animales, al llegar a las tres cruces doblaba hacia la derecha y a unos 200 metros seguía el cauce de la cañada para evitar el radiante sol del medio día. Recuerdo  que  un viernes santo fue el día más particular que tuve, había comido mucha haba con dulce, casi no podía caminar, tenía perpejía y  me cansaba cada diez metros. Para olvidarme de la jartura decidí ir contando los elementos de la naturaleza que  encontrara en la ruta. Era imposible contar los árboles porque solo las caobas, los guayacanes, las palmas y las matas de mango agotarían mi capacidad de cálculo. Opté por contar las aves y las mariposas. A doscientos metros dejé de contar las ciguas palmeras porque eran miles colgadas en las palmeras. En una sola noria vi todos los colores de mariposas y abandoné la idea de contarlas porque al haber tantas de un solo color con su vuelo no sabía si las había contado o no. Decidí por contar cuervos, caos, palomas, pericos, cotorras y guineas. Los cuervos eran 91, los caos 2000, las palomas 37, los pericos 1033, las cotorras eran un enjambre y había  como 20 bandos de guineas. Y me cansé de contar aves.

El domingo santo me tocó volver a darles agua a los bueyes. Elegí la misma ruta y decidí contar las norias y los charcos de agua de una forma muy particular: apoyado en mis rodillas y mis codos inclinaba a tomar un trago del agua más cristalina que he conocido. Apenas había caminado 250 metros y ya  había tomado 25 tragos de agua, de tener cupo para más agua me habría tomado 87 sorbos y no continué el ejercicio porque no quería engañar al agua.

Y  volvía y volvía y todos estaban ahí. Y de repente los cuervos son tres, las cotorras se acabaron y las guineas se agacharon, los caos no llegan a diez. Y se secaron las caobas, y las convirtieron en tablas y en  trozos de madera para venderlas por dos cheles. Y se secaron los guayacanes y los convirtieron en madres, horcones y carbón.

La noria de los mangos yamaguí se secó, la noria de la mata de mango blanco se secó, la noria de la mata de caoba se secó.  En la de la confluencia en donde me bañaba  e iba a verme como en un espejo solo quedan las piedras. Corría para beber en ella primero que los animales. Era una maravilla de la naturaleza y su generosidad conmigo era tan grande que decidió correr cinco kilómetros desde Los Cerros hasta pasar por el patio de mi casa en el centro de Hato Viejo. Y en su lecho de Hato Viejo murió la mata de roble que le daba vida, y murió el candelón del charco donde nos reuníamos docenas de adolescentes para tirar campá y pescar mientras escuchábamos el canto de las palometas que posaban en la mata de palo de teta. Murió  la mata de baría y también la de mamón.

Ha muerto el charco y ha muerto la noria. Ya no hay pejes para asar en el fogón envueltos en hojas ni jaibas para guisar con yuca.

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