domingo, 10 de julio de 2011

En mi burro

El día que la maestra me  entregó la nota que me promovía para el Quinto  grado  o mejor dicho para “Sabana Larga“, la pregunta que todos se hacían en mi casa era en qué iba yo  a viajar  a la escuela  todos los días  porque se tenía la percepción  de que yo no resistiría caminar a pie siete kilómetros todos los días. Pese a eso mi padre me inscribió en la escuela. Una vez se abrieron las clases acudí como de costumbre el primer día a mi escuela en Sabana Larga, acompañado de algunos de los “muchachos grandes”. Pronto se disipó la duda de si yo resistiría ir cada día a la escuela a pie porque mis compañeros les contaron a mis padres la hazaña y la aventura del primer viaje  a pie  a la escuela, en el que los más fuertes llegaron con la lengua afuera, tanto a la escuela como a su casa.
Generalmente, después de un día lluvioso, y si el burro no tenía que  ir al conuco, me iba montado para la escuela. El ir montado me resolvía un problema y me creaba dos, pues tenía que cruzar el río porque no podía pasar por el atrecho en el burro y tenía que  hacer el viaje solo porque mis compañeros viajaban a pie. Un día no calculé bien la cantidad de agua que llevaba el río Caña y por poco nos ahogamos los dos, pero el animal valiente, decido a cumplir con la tarea asignada por mis padres de llevarme y traerme, no podía fallar. Se llenó de fuerza y parecía que cortaba el río por la mitad. Ese día lo único que nos quedó seco fueron las orejas del burro y a mí el nombre y en la escuela me lo mojaron porque en seguida mis compañeros dijeron: “parece un pollito mojao”. En el momento no me pareció un buen nombre y solo atiné a llorar y a contarle la historia a los que me preguntaban qué pasó. Mientras mis compañeros estaban en clases yo estaba en el sol secándome hasta el alma. El día siguiente fue más interesante. Yo como únicos zapatos tenía un par de tenis negros que había utilizado en el año escolar anterior. La tela se había desprendido de la goma y mi padre lo había cosido con hilo encerado del que usaban para coser las fundas de maní que utilizaban los agricultores como semilla. Al mojarse la tela y el hilo ya podridos, se rompieron con el lodo de la lluvia caída el día anterior. Ante esa situación no tuve otra alternativa más que, en vez de amarrar los tenis de la forma ordinaria, por arriba, amarrarlos por abajo, lo que me generó otra crítica por parte de mis compañeros en la escuela.
_ Hey, sist, sist, sist, miren cómo “el pollito mojao” tiene los zapatos amarrados, ja ja ja, decían.
 Susurraban una y otra vez desde todas las filas señalándome. Eso era para mí muy doloroso porque conocía las precariedades de mi familia y tenía que decidir entre abandonar la escuela por  la burla de mis compañeros por las condiciones de mis zapatos o seguir asistiendo hasta que mis padres pudieran comprarme un zapato “nuevo”. De no haber tomado la decisión correcta en aquel momento no tuviera hoy la oportunidad de contárselo y de recordar de manera alegre y sin remordimientos cómo yo acudía cada día montado en mi burro a la escuela.
Yo, tomo prestado el poema que Sancho Panza le dedicó a Rucio y le digo a mi burro: "—¡Oh hijo de mis entrañas, nacido en mi mesma casa, brinco de mis hijos, regalo de mi mujer, envidia de mis vecinos, alivio de mis cargas y, finalmente, sustentador de la mitad de mi persona, porque con veinte y seis maravedís que ganaba cada día mediaba yo mi despensa!”

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